Episodio 9

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Grabado en Espacio Furia Mariposa el 05 de Octubre de 2021

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El baile de las sombras  (Gustavo Roldán)

—Quiero pelear, dragón —dijo la dragona.

El dragón no contestó nada. Simplemente voló, convertido en mariposa.

—Las golondrinas pueden comer una mariposa —dijo la dragona, y voló convertida en una golondrina.

Golondrina y mariposa subieron y subieron, y cuando la golondrina ya casi mordía el ala de la mariposa, la mariposa se convirtió en halcón.

—Los halcones pueden comerse a una golondrina —dijo el dragón.

—Las golondrinas vuelan más rápido —dijo la golondrina haciendo un giro en el aire y colocándose encima del halcón para picotearle la cabeza.

El halcón se lanzó en una violentísima caída y se metió entre las ramas de un árbol.

La golondrina bajó hasta el árbol, pero allí no había ningún halcón.

—Te escondiste, dragón —dijo la golondrina—. Igual te voy a encontrar.

La dragona miró rama por rama, buscando alguna oruga que pudiese ser el dragón. Miró rama por rama, y no se dio cuenta de que una rama se movía y se acercaba lentamente hacia ella. Cuando vio a la serpiente abriendo su enorme boca ya era tarde para escapar.

Y la serpiente mordió, pero mordió la cáscara de una tortuga. La tortuga se convirtió en ratón y saltó al suelo. La serpiente se convirtió en un águila que voló hacia el ratón, pero cuando llegó al suelo casi choca con un jabalí de inmensos colmillos.

Un jabalí es demasiado para un águila, no para el puma que rugió mientras saltaba.

El salto del puma terminó en el aire vacío. Allí no había nada. Nada más que una hormiga que se metía rápidamente en un profundo agujerito del tamaño de una hormiga.

—Para una hormiga, nada mejor que un oso hormiguero —dijo el puma que ya no era puma sino oso hormiguero, mientras metía su larguísima lengua buscando a la hormiga.

Y la encontró, y la hormiga salió pegada en la lengua del oso hormiguero.

—Me ganaste, dragón —dijo la hormiga convirtiéndose otra vez en dragona—, y ahora me puedo comer a un oso hormiguero que debe ser muy sabroso.

Pero el dragón otra vez era dragón.

—Bueno, basta —dijo el dragón—. Me cansé de pelear.

—Fue divertido —dijo la dragona—. Te viste en apuros más de una vez.

—Bah, lo hice para dejarte contenta, pura amabilidad de mi parte.

—¿Sí? —dijo la dragona—. Lo que pasa es que no te gusta perder.

—Dragona, me estás provocando. No me queda más remedio que invitarte al baile de las sombras.

—Eso me gusta más. Bailemos, dragón, bailemos el baile de las sombras.

Y los dos dragones se elevaron mirando sus sombras. Las sombras eran enormes y llenaban de oscuridad la tierra. Subieron y subieron, hasta que sus sombras en el suelo se veían apenas del tamaño de las sombras de una paloma.

Entonces giraron en el aire y las sombras giraron en la tierra, moviéndose muy lentamente. Y se juntaron los dragones en el aire y se juntaron las sombras en la tierra. Y juntaron las cabezas y en la tierra apareció la sombra de una mariposa. Y juntaron ala con ala, cola con cola, un ala sobre otra ala, y en la tierra fueron apareciendo diferentes figuras de animales conocidos y de animales desconocidos. Y bailaron el baile de las sombras hasta que el sol dejó de alumbrar desde arriba, porque el baile de las sombras sólo se puede bailar cuando el sol está en lo más alto del cielo.

Cuando bajaron, todo el campo estaba cubierto de flores. Tal vez porque el baile de una pareja de dragones, necesariamente, tiene que hacer que todo el mundo se llene de flores.


Todo es muy simple (Idea Vilariño)

Todo es muy simple mucho

más simple y sin embargo

aún así hay momentos

en que es demasiado para mí

en que no entiendo

y no sé si reírme a carcajadas

o si llorar de miedo

o estarme aquí sin llanto

sin risas

en silencio

asumiendo mi vida

mi tránsito

mi tiempo.


Hoy estuve a punto de contarte

que vi un pajaro amarillo

posarse en la soga de la ropa

pero no tuve el coraje.

Contarte cada cosa que veo

gastar el dia asi

en maniobras de reanimación

me debilita.

Los días que tengo fuerza

la uso en otra cosa

tiendo la ropa

espanto los pájaros

Claudia Huergo


La sorpresa (Clarice Lispector)

Mirarse en el espejo y decirse deslumbrada: 

qué misteriosa soy. 

Soy tan delicada y fuerte.

Y la curvatura de los labios conservó la inocencia.

No hay hombre ni mujer que no se haya mirado en el espejo 

y no se haya sorprendido consigo mismo. 

Por una fracción de segundo nos vemos como un objeto a observar.

A esto lo llamarían tal vez narcisismo, pero yo lo llamaría: alegría de ser.

Alegría de encontrar en la figura exterior los ecos de la figura interna:

ah, entonces es cierto que no me imaginé, yo existo.


Arroz – Alejandra Kamiya (Los árboles caídos también son el bosque)

Hoy es jueves y los jueves almorzamos juntos.

Hablamos mucho, o lo que para nosotros es mucho. Ninguno de los dos somos personas que otros consideren conversadores.

A veces hasta almorzamos en silencio. Un silencio cómodo, liviano como el aire del que está hecho, y en el que se expresa mejor el sabor de lo que comemos.

Algunas otras veces cuando hablamos, las palabras van formando pequeños montículos que lentamente se transforman en montañas.

Entre una y otra hacemos silencios largos: valles en los que pensamos como si anduviéramos.

Es sabido que las conversaciones y la música, están hechas también de sus silencios.

Elegimos un restaurant que es una casa antigua en San Telmo. Tiene un patio en el centro, un cuadrado de cielo propio, nubes diferentes todo el tiempo.

La conversación con mi padre avanza a un paso tranquilo, como en un paseo.

De repente, en medio de una frase, él dice,  “… limpiar arroz…” y junta las manos haciendo un aro con los dedos y las mueve arriba y abajo como si golpeara algo contra el borde de la mesa.

Lo que ocurre de repente no es que él diga esas palabras sino que yo me doy cuenta de que no sé cómo se limpia el arroz. Lo que ocurre de repente es que me doy cuenta de que sé muchas cosas de él así, sin saberlas, apenas intuyéndolas.

Sé que mi padre en sus manos debe estar sujetando un manojo de algo que yo no veo. Busco en mi memoria los campos de arroz que ví en Japón e imagino que el manojo debe ser de esa especie de juncos verdes.

Deduzco torpemente que el arroz debe estar adherido a las plantas y al sacudirlo, debe caer.  Como pequeños frutos o semillas.

Así, viendo los gestos de mi padre, puedo llegar al pasado, a Japón o a la historia de mi padre, que es la mía. Como miro cuadros impresionistas, sin buscar los detalles sino la luz, la idea.  Como conozco los árboles de la vereda de mi casa, sin saber  sus  nombres, pero sin poder imaginar mi casa sin ellos en las ventanas.

Así converso con mi padre: segura y a tientas.

Él dice por ejemplo que este país es un niño, “200 años apenas”, y junto al niño yo veo a un Japón viejo, con manos en los que la piel cubre y descubre la forma de los huesos.

Si él se agarra la cabeza cuando dice que corrían por campos de té, yo sé que pasan aviones por el cielo que no veo y que bombardean.

Miramos el menú y elegimos platos que vamos a compartir. Mi padre nunca se acostumbró a comer un solo plato. Fue mi madre la que se acostumbró a preparar varios platos para cada comida.

Después hablamos de libros. Él está leyendo Las benévolas, un libro que lleva consigo a donde vaya.

Mi padre siempre lleva un libro y un diccionario con él.

A mí, que nací y me crié en Argentina, me da pereza buscar palabras en el diccionario. A él, no.   El español de mi padre japonés es más vasto y más correcto que el mío.

Me cuenta que fue a hacerse unos estudios que le ordenó el médico y mientras esperaba leyó unas cuantas páginas.

“¿Qué estudios?”, le pregunto. “Una biopsia”, responde.

Tengo miedo, un miedo espeso. Siento lo que está al acecho, y una certidumbre parecida a la de que al día lo sucede la noche. Una especie de vértigo.

Todo lo que no pregunté en años vuelve a mí. Cada pregunta vuelve y trae otras. Quiero saber por qué mi padre eligió este país, este país niño. Quiero saber cómo fue el día en que mi padre supo que había comenzado la guerra, cómo fueron cada uno de los días que siguieron hasta el día en que llegó a esta tierra. Quiero saber cómo eran sus juguetes y su ropa, cómo era ir al colegio durante la guerra, cómo era el puerto de Buenos Aires en los sesenta, si le escribía cartas a mi abuela, qué decían.  Quiero saber los colores, las palabras, el olor de la comida, las casas en las que vivió.

Una vez me contó que cuando recién había llegado, no se metía en la bañadera sino que se lavaba fuera de ella y sólo se sumergía en el agua cuando estaba limpio, porque ése es el modo en que se hace en Japón.

Como ésas quiero que me cuente más cosas. Muchas. Todas.

Quiero que me cuente cada día, para que no lo sople el tiempo. Tal vez para escribirlo: dejarlo agarrado con tinta a un papel para siempre.

¿Por dónde empezar? ¿Dónde empiezan las preguntas? ¿Cuál es la primera?

Busco por dentro, como si corriera perdida en este valle de silencio que se ha abierto de repente entre las palabras. Perderse en un lugar tan vasto se parece a un encierro.

Cuando dejo de buscar, veo la pregunta frente a mí como si me hubiese estado esperando.

Miro a mi padre y digo mi pregunta.

Él sonríe, toma un papel de entre las hojas de su libro y saca un lápiz negro del bolsillo del saco que lleva puesto.

Dibuja líneas muy juntas, algunas paralelas y otras que se entrecruzan. Luego otra, perpendicular y ondulada, que las corta cerca de un extremo. Son las plantas de arroz en el agua.

Después hace unos círculos muy pequeños en las puntas: los granos.

Me dice que se van llenando y vuelve a trazar las líneas pero en lugar de rectas, curvas en los extremos: las plantas cuando el arroz madura.

“Cuanto más lleno está uno, cuanto más educado es, más humilde debe ser”, dice. “Uno debe inclinarse como la planta de arroz por el peso de los granos”.

Luego extiende las manos y los brazos y los mueve paralelos al piso. “Se colocaban grandes telas sobre el campo”, dice.

Yo las imagino blancas, ondulándose apenas, como se mueve el agua cuando es mansa.

Él vuelve a poner las manos como si agarrara un pequeño atado y lo sacude como hizo antes, contra el borde de la mesa.

Ahora veo claramente, casi puedo tocar, los granos de arroz que se desprenden.


SOBRE EL MATRIMONIO (Roque Dalton)

Ciego cielo de la compañía:

un hombre y una mujer se tocan los párpados,

hacen comparaciones entre sus cuerpos

y el resto de la naturaleza.

Pero de pronto, anochece

y han dejado el prado.

Entran en la casa brillante por la puerta de la cocina,

cada uno jurando en secreto

que su ponzoña vencerá a la del otro.

Y pasan los siglos de los siglos.


En el aeropuerto (Wislawa Szymborska)

Corren a su encuentro con los brazos abiertos,

gritan sonrientes: ¡Por fin! ¡Por fin!

Ambos con sus pesadas ropas de invierno,

gruesos gorros,

bufandas,

guantes,

botas,

pero ya sólo para nosotros.

Porque para ellos, desnudos.


DESEO (Cristina Peri Rossi)

No. No quiero más que esto.

Un blues melancólico y borracho de Tom Waits

una servilleta de papel con el perfil de una galerna

-la noche llena de presagios-

la última fila de un cine antiguo

las postales de una ciudad que fue y ya no es

y un café a media tarde,

mientras me cuentas tu infancia

llena de deseos.

Todo el mundo tuvo una infancia

todo el mundo deseó y no se cumplió

¿para qué más?

Ese torpe borracho de Tom Waits

canta como un negro

y la vida es una sucesión de cromos

¿Escuchó alguna vez a Barbra?

¿Prefiere a Renata Tebaldi?

¿Hace el amor de pie o en la cama?

¿Es clienta de algún sex-shop?

Las afinidades son menda antigua:

falsas señas de identidad del deseo

nunca

en ningún lugar

un deseo fue igual a otro

aunque ilusoriamente

creíamos que sí.