
Llanto de Dragón (Gustavo Roldán)
Los dragones también lloran.
No es frecuente, porque no les gusta llorar. Pero a veces lloran. Lloran cuando nadie los ve, por eso no hay quien crea en el llanto del dragón.
Entonces crecen los ríos y desbordan, incontenibles; los mares se alborotan y las olas golpean en las rocas de las orillas bramando de desasosiego y de furia.
Los dragones lloran silenciosamente, vertiendo tristes lágrimas, infinitas lágrimas tristes, que hacen surcos en la tierra y caen al río y caen al mar y los ríos y los mares se encrespan y crecen y desbordan.
Entonces los dragones vuelan hasta lo más alto, para no llenar de lágrimas la tierra. Pero no resuelven nada, porque las lágrimas ahora son una inmensa lluvia que sigue mojando la tierra y llenando los mares.
Al final dejan de llorar. Nunca se sabe por qué. Como tampoco se sabe por qué empiezan a llorar.
Son cosas de dragones nomás.
Agustina (Patricio Torne)
Como ocurre siempre Agustina viene
toma su regalo y se vuelve
a la garganta misma de la tierra
donde hace años vive tranquila.
Ahora, desde hace tiempo,
lo único que puedo regalarle son flores
y ella, estoy seguro,
las acomoda a su propio destino:
bajo la lluvia o contra los huesos de su propio pecho.
Ella desde chica se las arregló con poco
aunque las necesidades que eran infinitas
se le iban pegando al cuerpo, supo
disimularlas tras una constelación de aros
y collares de perlas falsas y oro fantasía.
Cuando tuvo que pedirle a Dios
se conformó con los interlocutores
y siempre,
por esa confianza que dan los años,
debió arreglárselas con la virgen o San Antonio.
Un par de veces, no sabemos
si por desavenencias o excesos en los festejos
de una gracia concebida,
se incendió el santuario que ella levantaba
con la paciencia de las estampitas
y otras imágenes cristianas.
Para nosotros era fácil llegar a la conclusión
de que una vela no debe exponerse
a la corriente interna de una casa,
pero ella se resistía a pensar que algo terrenal
tuviese más poder que su propia fe.
Agustina era agradecida casi en exceso,
con el correr del tiempo uno podía encontrar
en los cajones, las vitrinas, su ropero,
el baúl al que llamaba “fajina”,
pequeñas chucherías que nosotros le habíamos comprado
cuando niños y ella seguía guardando como quien
atesora el precio del futuro.
En esos enanitos de plástico, corazones de loza relucientes,
jarritas de vidrio que no sirven para nada
llevaba el inventario de los días que nos tuvo
y los que ya no estaríamos.
Una vez le regalé una canción,
y aunque ella no era afecta al rock, ese día Spinetta
la hizo llorar de emoción. Temblando subió
las palmas de sus manos y haciendo
pequeños círculos acariciando el aire
me acarició el rostro desde el otro lado del vidrio,
estábamos en el locutorio del penal de Rawson
y el lugar como en un sueño se volvió propicio
a la ternura como la cocina, el patio,
la galería de nuestra vieja casa.
Agustina era así de sencilla,
cualquier regalo la dejaba conforme
o siempre fue tan distinguida que jamás
nos hizo saber que lo nuestro era muy poco.
Guitarra inundada (Juan Falú)
Lo había visto tocar con aquella guitarra Tango.
No era berreta como la homónima de mi viejo.
Cabezal labrado, mango fino, sonora, dulce y en su estuche original forrado por dentro con un paño rojo aterciopelado.
Además y antes de cualquier cualidad propia, sólo podía ser buena porque pertenecía a Eduardo Falú.
Cuando me la regaló no lo pude creer. Ya no tenía nada que envidiarle a la Breyer de los López Ávila ni a la Camacho de Martín Ventura, mi profesor durante un par de años.
Aquella noche en El Alto de la Lechuza, la peña tucumana de veredas elevadas 2 metros sobre una calle que solía inundarse con las lluvias me quedé dormido en la misma silla en que había guitarreado hasta el amanecer. Generalmente me mantenía despierto esperando, ya como último cliente, ese rato a solas con la Coca que no llegaba nunca porque Doña Isabel, su madre y dueña del lugar, me adivinaba las intenciones y permanecía como si nada sentadita junto al brasero y estableciendo conmigo un duelo de ojeras que terminaba en empate, los dos despiertos y la Coca dormida.
Recuerdo que, con la cabeza apoyada sobre la mesa, me despertó una gotera del techo dándome justo en la nuca de un modo persistente y decidido, como si fuesen los nudillos de Doña Isabel diciendo a la casa m´hijito, que ya amaneció.
Desperté y estaba, sin embargo, solo.
En la peña vacía se acunaban los sonidos recientes de aquellos duendes nocturnos retirados a tiempo para esquivarle a la mayor tormenta del año.
Resonaban, junto con restos de la lluvia, las Coplas a la luna de Moreno, Venganza en la voz del Gordo Paco y Confidencias en las guitarras de Sarasa y Pedrín Aredes.
Como diría Manuel Castilla, qué se amontona en la noche, ay amor, que yo no sé. Recurrí a El Alto en busca de la propia noche, con la mejor de las excusas, un sueño de guitarras, de enlazarla con un canto, abrazarla con la copla, amigarla con un vino y jugar con la ilusión de una aventura amorosa disimulando su búsqueda, haciéndome el distraído para que me sorprendiese, se presentase como un regalo de la propia noche.
La peña vacía al amanecer es de una melancolía sólo comparable a la de uno mismo transitando la noche, o marchando hacia el descanso entre vahos de alcohol, en lenta carrera contra el inminente sol mañanero y castigador, como un Drácula buscando el túmulo, saciado de tinto y sediento del amor que no se dió.
Estaba solo y no recuerdo si pensé primero en la Coco o en la guitarra Tango.
La había dejado en el Citroen a propósito porque era sagrada y recién obsequiada. No iba a arriesgarme a que le ensarten uñas, ni grasa del jugo de las empanadas, ni el licor derramado de ningún borracho.
Salí disparado y vi primero ese río sobre la calle bajo el puente Central Córdoba, para divisar luego mi 2CV flotando solito como si fuese una prolongación de aquella melancolía, un autito tan artesanal como la guitarra pues lo había construído pieza por pieza un alemán despedido de una fábrica de autos. Así había salido medio imperfectito, pero querible. Se le abría la puerta derecha si doblaba a la izquierda y el capó si andaba por la ruta 38 a 80 por hora.
Pero esa noche fue portador de la mayor desgracia.
Flotaban también, pero adentro de el, la rueda de auxilio y el estuche negro conteniendo la Tango.
Y yo jodiendo de noche, si me había prometido a mi mismo que con esa guitarra empezaría a estudiar y le había dicho a mi tío que lo haría porque el regalo no venía de arriba nomás sino con el encarguito de siempre, si al final tenía razón mi viejo con las esdrújulas de abogado y me las zamparía al rato nomás, no sólo por llegar en este estado a casa sino por maltratar una joya que no te la mereces, vago, en la vida hay que esforzarse, miralo a tu tío Eduardo, miralo a Cardosito, en vez de convertirte en ad-later de esos sátrapas noctámbulos, marmota.
Arrimé con ayuda el auto al cordón, lo atamos a un naranjo o tarco, no recuerdo, y tampoco tenía neuronas para la Botánica y mucho menos la clasificación de las especies, si tan solo quería abrir el estuche.
Lo llevé con cuidado a una esquina y procedí a revisar los daños.
Al intentar extraer la guitarra del estuche, el instrumento regalado amagó con desencolarse parte por parte, maderita por maderita, arrastrando hacia afuera el paño rojo que quedó ahí en el suelo a mi lado, como única compañía.
Introduje cuidadosamente la Tango en su recinto antes que se separasen sus componentes del todo.
Vista así, quieta y cobijada en su propia forma, parecía haber salido ilesa, pero era una ficción de sí misma. Era como el automóvil o el puente móvil de Da Vinci, que existían solo en el dibujo.
Me quedé un par de horas sentado. Ya pegaba fuerte el sol; entre vapores de la humedad tucumana y aromas de azahares, el citroen empezaba a exhalar un olorcito a mierda que tardó en irse unos tres meses.
Mudo y ensayando el mutismo posterior de entrecasa, me sorprendió un tucumano que, sin imaginar el drama por mi guitarra guardada, desencolada, inundada y dibujada, reparó en el paño rojo y se animó:
-Primo, no querí dame un pedacito del terciopelo pa´la mesita de lu?
CITA VIRTUAL (Mary Calviño)
esta noche te mando un mail
aunque ahora estés conmigo
DJ Villa Diamante
Salgamos a fumar un cigarrillo,
afuera el ruido se oye menos y acá
la luz es azul y se pega en la cara
como si no estuviéramos vivos;
no sé si quiero escuchar hablar bailar
volver o haber venido. Los fines de semana
se encuentra acá gente de todas partes,
hay muchos autos mal estacionados
¿y vos viniste en qué, en qué viniste?
No es que te haya visto en algún otro
lado, o quizás me hacés acordar
de alguien sí, no sos el mismo; tenía
esa impresión nada más todo bien,
por supuesto. Te mando una foto; después
de dos o tres días las caras suman gestos
de cosas pensadas y olvidadas después
o no es eso: habremos pensado lo mismo
o algo nos causó la misma gracia…
Salgamos a fumar. No se entiende la letra
de lo que bailan cuando se escucha
tan de lejos ¿Esto era un baldío enorme
antes? Me gustaba caminar por el pasto
seco a la hora del rocío, siguiendo por ahí
se llega hasta el puente y mirás el río
parece quieto viene sucio y casi sin agua
pero vos le tirás esa ramita de acacia
y se la lleva, y mirá allá más lejos
va otra flotando con un copo blanco
arriba ¿qué te venía diciendo?
No es que te haya visto
la otra noche pero no te diría
tengo miedo si nos vamos lejos
ahora nadie sale ahora
a fumar un cigarrillo sí, sola.
2×4 – Mary Calviño
La vida arecia
nos conocimos hace tanto
igual que en el tango
el fuelle de esta sola noche
desvanece todas las demás
y qué chiquita, remota y pálida
era la luna.
Inundación (Eugenia Almeida)
Recuerdo de infancia. Un pueblo. Casas viejas con compuertas de chapa que se encajan en unos rieles en los marcos de las puertas. Las casas pobres, chapas finas y cortas. Las casas ricas, chapas reforzadas con hierro, altas. Sentarse en el umbral a ver cómo llega el agua volviendo barro las calles de tierra, borrando las veredas, tomando los jardines, subiendo y, a veces, sobrepasando las compuertas.
Recuerdo de infancia. Una tormenta en una isla del Delta del Paraná. Llueve. Llueve incansablemente. Se ve desde la ventana de la cabaña el bote. No debería verse porque está atado a un poste, lejos, en una suerte de muelle casero. Pero se ve. El agua ha subido tanto que desde la ventana de la cabaña vemos la mancha azul del botecito sacudiéndose en un río que pierde su forma y avanza. La isla es cada vez más chica, pienso. Si el río crece, lo hace a costa de la isla.
En un momento vemos que parte del bote empieza a desaparecer. Alguien en la cabaña dice que sólo hay dos posibilidades. Si el nudo cede, la correntada va a llevarse el bote. Si la cuerda está demasiado firme, el bote va a ir hundiéndose de punta a medida que suba el agua.
No sé si es cierto. Pero me parece ver al bote hundiendo su punta en el agua, atraído por una fuerza poderosa.
Sigue lloviendo.
Por suerte la casa está construida sobre una estructura de madera que la aleja del suelo. El río pasa por debajo, rodeando los pilotes.
Pienso en los peces, desorientados, que deben estar recorriendo territorios desconocidos, desplazados hasta lo que hace un rato era la tierra. Pienso en qué harán cuando el agua empiece a bajar.
Febrero de 2015.
Empieza a llover. Y es hermoso. El agua golpea contra el techo de chapa y dan ganas de quedarse en la cama. Pensás en la suerte de estar esa noche, bajo esa lluvia, con el ruido que acuna y contiene.
Pasan las horas. Es difícil saber cuándo la repetición de algo que era bello se vuelve inquietante.
Te despertás, como siempre, a eso de las cuatro y veinte. Quién sabe por qué. Todos los días, la misma hora. Caminás en la oscuridad y al llegar al lavarropas rozás un botón del celular. Una costumbre repetida: confirmar lo que ya sabés. La luz azul rebota en la pared y alcanzas a ver: 04:22. Vas hasta el baño. El olor a tierra mojada entra por el ventanuco. Volvés a la cama. Tratás de dormir.
Es domingo. Quizás sean las seis o las siete de la mañana. Tenés que trabajar. Una rutina hecha de tareas sin horarios. Vas sumando ratos de esos: madrugadas, trasnoches, pequeñas grietas que se abren entre una cosa y la otra.
Apretás la tecla pero la luz no llega. Como tantos otros días en este pueblo de Sierras Chicas. No importa. Buscás la radio portátil, escuchás una transmisión desde otra ciudad. Están hablando de una marcha que se organiza en Buenos Aires. Apenas prestás atención. De a ratos se oye una canción, hacés girar la rueda del volumen hacia arriba o hacia abajo, dependiendo del ánimo.
Ponés la pava en la hornalla. Buscás la yerba. Tratás de abrir las ventanas pero entra agua. Desde el sur, desde el norte, desde el oeste. Como si afuera hubiera una especie de tornado, como si lloviera desde todos los rincones. Te quedás con los postigones cerrados, a oscuras, hasta que la luz vuelve y te sobresalta. Pasan unas horas.
Alguien sacude la campana que está sobre la tranquera. Pensás que debe ser otra cosa, que te has confundido. ¿Quién puede venir en medio de este diluvio? Abrís la ventana y te asomás. Tu vecino dice que se ha tapado una canaleta, que el agua se ha encajonado, que se le inunda la cocina. Salís debajo de la lluvia, sacás algunas ramas de esa pequeña acequia. Te movés con mucha dificultad. Hace días que tomás calmantes para un dolor de espalda que apenas te deja caminar.
Algo va mal. El agua empieza a subir. Te acercás a la calle: una enorme tormenta de barro arrastra piedras, palos, objetos que no llegás a reconocer. Volvés a la casa. La ropa empapada. Frío en el cuerpo y es pleno febrero. La chapa sigue tronando. Un rato después empujás la ventana contra el viento y alcanzás a ver que el agua sigue subiendo. La calle ya no está ahí. Sólo hay un río marrón que arrasa todo. El cielo es negro.
La lluvia amaina un poco y volvés a asomarte. Una vecina trata de bajar al centro. Dice que el agua se ha llevado algunas casas. Es el comienzo de las voces. Todo el mundo habla.
Hay quien dice que han abierto las compuertas del dique. Hay quien dice que no es cierto. Hay zozobra. Alguien cuenta que en una de las casas que están sobre el río el agua levantó una heladera. Parece algo extraordinario. Pero vas a oír eso muchas veces. Heladeras, autos, camiones, todo parece tener otro peso y otra densidad bajo la furia de la tormenta. Empezás a oír nombres de barrios y lugares que no conocías.
Los puentes ya no sirven para unir sino como demostración de la destrucción.
El agua que te puede llevar también es el agua que puede sepultarte en una habitación. En la radio alguien cuenta que tuvo que romper una pared a mazazos para liberar a una familia que había quedado encerrada.
Los rumores de las compuertas abiertas se repiten de boca en boca. Todas las frases comienzan con “dicen”, “me dijeron”, “escuché que”. Te asomás para ver si los vecinos están bien. Suena el teléfono. De a ratos. La señal va y viene con el viento, con los truenos, con el agua. La línea fija tiene tono pero siempre da ocupado.
Lo que se oye en la radio son sólo retazos. Lo central parece ser comentar los partidos de fútbol. Especialmente el de Boca.
De a poco, muy lentamente, empiezan a llegar noticias.
Hay gente en los techos de las casas. Hay una soledad desoladora. Vas a saber que en los sindicatos, las colonias, las iglesias y los clubs las personas se amontonan buscando refugio. Hay equipos tratando de llevar ayuda en medio de un clima imposible. Ha vuelto a llover. Se siente el miedo.
En los barrios más pobres, siempre cerca del río, siempre en lo bajo, el agua ha destruido todo.
Se oye la voz de un ministro diciendo que hay lugares a los que no se puede acceder, que debemos tener calma. Querés fumar pero hace dos semanas decidiste dejarlo y no hay un solo cigarrillo en la casa. La luz se corta y ya no vuelve.
Tu pueblo está a oscuras. Es la noche del 15 de febrero. Ya sabés que lo que ha pasado es un desastre. Ha dejado de llover y lo único que se ve son los tucos, enormes, que se encienden y se apagan.
Cada tanto, un auto pasa rompiendo la oscuridad. Se ven los faros como si anunciaran algo. Se siente la fuerza del motor luchando contra un suelo que ha desaparecido. Te preguntás adónde van. Esas luces son casi fantasmas.
En la radio han dicho que todos aquellos que estén seguros y no estén colaborando con los equipos de rescate deberían quedarse donde están. No sabés adónde irías si pudieras caminar normalmente. Los amigos han ido al pueblo a ayudar. Desde allí mandan noticias (cuando hay señal, cuando hay suerte, cuando hay tiempo).
La radio sigue replicando el fútbol hasta la exasperación. Sobre el límite del dial encontrás una emisora uruguaya. Un abogado promociona su estudio, una locutora anuncia el programa “El tango es mujer”. Se oye un cantante mexicano balbuceando un bolero. Movés la perilla. Súbitamente las voces se vuelven nítidas, hay un grupo de mujeres rezando un rosario con una cadencia maníaca. Sentís un escalofrío. Tu casa está llena de velas.
El teléfono se queda sin señal. De a ratos entran llamadas perdidas que nunca sonaron. Amigos de otras provincias que deben estar viendo las noticias.
Esa noche, la palabra es “inquietud”. Ningún paisaje va a ser igual después de eso.
Nosotros, no vamos a ser iguales.
Todas esas aguas. Inundaciones. Así es la escritura.